Hace días que se apagó la llama. Intenté retenerla lo máximo posible pero no hubo manera: aquella persona seguía ignorando las señales. ¿Cómo osaba?
Tras días haciéndome la interesante, tras trayectos insinuando que mis libros eran más entretenidos y que la música que escuchaba me relajaba más que verle permanecer de pie, de repente, decidió sentarse a mi lado.
Es difícil explicar por qué sucedió. Quizá sintió que se estaba consumiendo la mecha de nuestra magia, pero la pelota volvió a saltar a mi tejado, que en realidad es de donde había salido. Estaba alimentando una bestia, estaba hechizando a un extraño para que tarde o temprano se diera cuenta que todo había sido parte de un juego adolescente.
¿Y qué? Sólo pretendía crear historias, hundir la huella por donde pasaba. Y si tenía claro que yo no era de las que dejaba marca a la primera de canto, en mi interior sabía perfectamente que más bien era como esa fina lluvia que cuando te das cuenta ya te ha mojado.
Y el hombre sin rostro carraspeó. Como siempre hacía cuando estaba cerca... desde el día que se cortó el pelo. Él desconocía que la ecovela era una vela infinita.
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